lunes, 30 de mayo de 2011

La cárcel del tiempo


Para el despertador del hombre años hace que has nacido. Para aquel calendario sólo optas prometer un mes a expirar.
Para la piel que habitas ya eres tronco de inadmisible regreso. Y de cara al vecino ya eres o fuiste: un niño, un adolescente, un hombre, un anciano...
La vida se asemeja a un circo ambulante y como tal se nos muestra expectante y repleta de pruebas. En el espectáculo cualquier ser humano da vida a un trapecista y, ajeno al aplauso esperado, observa la cuerda y observa la vida.
Primer tramo, primer paso... y esta vez aferrado con fuerza a la cuerda de madre.
Primera caída, primer zarandeo... junto al expectante público que te observa, que te ríe, que te grita, que te impone, que te aplaude, que te espera, que te ama, que protesta. Entre ellos, y el más importante de todos, uno mismo.
Al frente continúa la eterna cuerda. Ante ella... el pavor de cruzar defraudando a los tuyos, defraudándonos a nosotros mismos.
Miedo del propio miedo, el trapecista teme lo eterno. Por primera vez, siente que es más fácil resguardarse en tramos pequeños y revestirlos con nombres que ampliar su visión al total de la cuerda. Del mismo temor a la no sujeción surgen las cortas distancias del hilo. Finalmente, el trapecista decide restringir el total de sus pasos, acotar su horizonte en pasos pequeños que son aparentemente visibles, que son aparentemente seguros. ¡No obstante, la cuerda es la misma! ¡Y da igual acotarla o alargarla, romperla o concluirla!
De esta manera es como el ser humano da vida al tiempo. No obstante, y más allá de un vocablo temporal, la cuerda sólo es cuerda...
Ahora, el trapecista es capaz de comparar lo andado con el tramo a seguir y, a su paso, es capaz de ignorar el tramo presente. Entonces, y mientras la caída del ayer se resuelve mañana, comienza a renegar del momento actual.
Ahora, mientras es capaz de acomodarse en un tramo que ya no mira, es capaz también de entristecerse contando los pasos ya dados.
Ahora, y tras la fiesta anual de tarta inventada, el trapecista convive restándole un día al futuro y sumándole cifras a un tiempo pasado.
Ahora, sucumbido a un reloj de pulsera, es capaz de llorarle a un tiempo que él mismo inventó. En definitiva, excusas para encubrir la incertidumbre que nació de una cuerda sin signos.
El tiempo es la fracción inventada de un presente que allana el vasto infinito del amor que somos, del miedo que somos. Y el trapecista es capaz de subyugarse a esa fracción temporal que él mismo creó, para cruzar la cuerda renegando de la espontaneidad, para ejercer un control sobre la incognoscible existencia, para creer que su vida únicamente dependerá de la edad, de los meses, de un frustrante recuento.
Y ahora es cuando el trapecista acabará siendo lo que es: un esclavo del propio recuento y un esclavo de la propia existencia.

Un fuerte abrazo, compañeros.
Con Amor,
Vanessa Aguilar

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