sábado, 25 de agosto de 2012


¿PARA QUÉ…?






Queridos amig@s:


Una vez más, me hallo aquí sentada frente a la pantalla del ordenador, deseando compartir todas las experiencias que me brinda la Vida, que digiero poco a poco, que disfruto con mi Alma… a través del corazón.

Tengo treinta y dos años recién cumplidos, y sé poco de la Vida. Y de las pocas cosas que sé, solo me atrevo a compartir esas que, considero, pueden seducir desde y con Amor a quienes evolucionan al mismo ritmo que el mío, o a quienes se sienten identificadas con los sentimientos que contienen mis palabras, y con quienes todo o parte de lo que nace y queda plasmado en estos párrafos resuena, por alguna sencilla razón, en sus corazones. Para todas esas personas que me leéis, ¡GRACIAS! ¡Gracias por hacer que la Vida sea un cúmulo de experiencias amorosas a compartir!

A raíz de los últimos acontecimientos de mi Vida -un despido laboral por reducción de plantilla, con la consiguiente adversidad de no poder hacer frente a los pagos que conlleva mantener un hogar- esta será la tercera vez en mi vida que me quedo sin “mi pequeño lugar en el mundo”, que parto de cero sintiendo cierto desamparo, cierta incertidumbre, sin la sensación de seguridad que proporcionan un techo y un bolsillo “estables”.

Desde niña, albergo un sueño y un deseo: el sueño de poder trabajar algún día con niños que carecen de cariño y de un hogar; y el deseo de encontrar mi pequeño lugar en el mundo. Ese pequeño gran espacio personal en el que, al abrir, entornar y/o dirigir la puerta a su correspondiente cierre, hallas la intimidad que has albergado en él, con mimo, con amor. Ese pequeño gran lugar donde puedes expresar, compartir y disfrutar de todo aquello cuanto eres, con total confianza. Ese hogar en el que mi hijo, Noah, descubre el significado de la familia, la importancia de compartir pequeños grandes momentos consigo mismo y con las personas que ama, que le aman.

En estos momentos, con unas provocadoras y seductoras lágrimas de emoción, recuerdo dos momentos esenciales en mi vida. Para redactar sobre el primero de ellos, mi corazón retrocede en el tiempo veintiséis años y me transforma en una niña de cinco años, compartiendo mesa con mis padres y con mis hermanos. El primer recuerdo, me confiere como la expectante niña que está a punto de abrir la boca para confesarle a su papá -quien ha solicitado que comparta con él la profesión que desearía desempeñar una vez hubiera llegado a la etapa adulta- cuál es mi verdadera vocación: “¡Quiero ser misionera y escritora, papá!”- le respondí con unos ojos abiertos como platos, con la boca a rebosar de satisfacción personal. El segundo recuerdo es reciente, se cultivó en mi corazón hace seis meses, cuando abrí la puerta de mi nuevo hogar y me senté a llorar en el sofá del salón, agradeciéndole a la Vida las múltiples sensaciones de libertad que sentía una vez hube depositado la última maleta en el suelo del recibidor y hube cerrado la puerta de entrada para dar la bienvenida a la intimidad familiar: “¡Al fin, mi hogar en el mundo!” “¡Al fin, un pequeño gran espacio en el que poder desempeñar los mil y un papeles que, durante años y años, había ideado en mi corazón, que tan bien designaban las funciones que deseaba desarrollar como niña, como mujer, como madre, como amiga, como trabajadora, como emprendedora, como ser humano!”

            Siempre había añorado ese espacio en el mundo en el que dar rienda suelta a todas las experiencias que te han conferido como un ser humano con unos valores y formas de proceder determinados en el ámbito familiar. ¡Deseaba experimentar mi propia forma de proceder! Tras perder todas mis posesiones dos veces, la primera vez por ser fiel a los dictados de mi corazón y decantarme por la escritura y la segunda vez por caer enferma y no poder hacer frente a los pagos, con mi tercer hogar sentía que podía crear un auténtico núcleo de Amor.  Y, pese al poco tiempo que he tenido para poder crear de la ilusión una factible realidad, lo he conseguido. Noah y yo, lo hemos conseguido. Sin él, el milagro de crear una familia hubiera sido impensable: su magia, su dulzura, su inocencia, sus mil y una facetas, han sido imprescindibles para lograrlo. ¡Gracias, Noah! Y, cómo no, sin la entrada y salida a nuestro templo de personas que han llenado este espacio de sonrisas, de lágrimas, de momentos únicos e irrepetibles que permanecerán  en el Alma de este hogar… eternamente. A todos los que habéis formado parte de nuestras vidas durante este tiempo, GRACIAS.

            En estos instantes, recuerdo mi viaje a Kenia, en otoño de 2011. Con emoción, me detengo a pensar en todos los niños que conocí y que supe que habían dejado sus hogares por ser fieles a los dictados de su corazón. Para todos ellos, y a pesar de las duras y nefastas consecuencias que derivaban de ésta, su decisión se basaba en continuar recibiendo abusos de toda clase por parte de sus familiares (abuelos, padres, tíos, hermanos, etcétera…) o vivir en las calles; entre tener o no tener algún alimento, aunque el que sostuvieran entre sus manos hubiera sido extraído de un cubo de basura y apestara o supiera a podrido. ¡Para todos ellos representaba, quizás, el único manjar del día; y por él podían incluso pegarse o matar! De repente, pensar en ellos, recordar la viva expresión de sus ojos, su inquebrantable fe en la Vida y en los designios de Amor en sus circunstancias de Vida, me han conmocionado a la hora de hacer maletas. De repente, y a falta de cinco días para abandonar mi casa y elegir el que será mi nuevo destino,  siento, y lo siento profundamente, que el hogar que he deseado construir con fervor a lo largo de toda mi vida siempre ha existido en mi corazón. ¡El hogar de mi hijo, mi hogar, es el corazón que llevamos con nosotros, que compartimos y engrandecemos por el mero hecho de desear crear una realidad hermosa, una realidad colmada de Amor!  Y, aunque parezca cosa de locos, el hecho de no haber tomado una decisión sobre mi siguiente destino, me ha hecho que experimente un desarraigo total. Por lo pronto, he saboreado las sensaciones que experimentaba de niña, cuando el mundo que confería en mi corazón se reducía a un pequeño gran globo terráqueo, a un mapamundi que carecía de fronteras divisorias entre pueblos, entre razas, entre seres humanos. Y ese mundo ideal, lleno de posibilidades, era el mismo que me inducía a escoger miles de alternativas para establecerme como misionera; como escritora de personas desamparadas anhelando recibir una realidad diferente y esperanzadora al cubrir no solo las carencias alimenticias sino también las afectivas, las educativas, etcétera. De repente, he sentido que todo lo que he experimentado hasta ahora, todos los encuentros y desencuentros, con sus lecciones… tienen un sentido esencial en mi vida, incluyendo la sensación de no pertenecer a ninguna frontera, a un hogar que no contenga “corazones” en su interior.

            He titulado a este puñado de frases atadas “¿Para qué?”. No es un título casual. No, no lo es. En el momento pasamos por ciertas vicisitudes, solemos detenernos a preguntarle a la Vida: “¿Por qué?” “¿Por qué a mí?” “¿Por qué en este justo instante, en el que tenía todo cuanto necesitaba tú, Vida, has decidido arrebatarme lo que más quería, lo que más anhelaba, lo que me daba alas para vivir, lo que me mantenía en la creencia de estar “viva” o “viviendo una vida plena y feliz”?” ¿Cuántas veces hemos formulado ese “por qué”, a lo largo de nuestras vidas? ¿Y cuántas veces nos hemos desesperado tratando de hallar un sentido al aparente sinsentido que nos ha conducido a vivir de un modo que, creemos, no merecemos, no se ajusta a lo esperado, a lo ceñido, al guión que habíamos programado y que prometía ser eterno…? Yo no sé vosotros. Yo sé que me he formulado ese “¿Por qué a mí?”… cientos de veces.

            Al respecto, solo puedo expresar lo siguiente: la Vida es de todo menos estática. La Vida siempre quiere lo mejor para nosotros, aunque creamos lo contrario. La Vida no te quita nada, solo dispone las circunstancias necesarias para que hallemos el sentido de nuestras vidas, de forma coherente con lo que somos. La Vida que “nos arrebata” a nuestros seres queridos, nos da la oportunidad de que aprendamos a vivir no sin ellos, sino para que aprendamos a vivir en nosotros mismos. Hace varias semanas, tuve la bendita oportunidad de conocer a un padre de familia cuya mujer había fallecido recientemente. Tras leer mi libro, “El abrazo del oso”, se puso en contacto conmigo y decidimos citarnos en mi casa. Tras varios minutos conversando, ambos llegamos a la conclusión de que todo lo que él tenía que aprender de la Vida ahora era todo aquello a lo que más había temido hacerle frente mientras su mujer vivía: ser el motor de su hogar y tomar decisiones, encargarse del cuidado y educación de sus hijos, etcétera. Estas lecciones que la Vida, incluso su mujer, le habían conferido durante la última etapa de su vida   le han convertido en un buscador de sí mismo, en alguien que desarrolla su confianza a fin de compartirla con sus tres hijos. Precioso, ¿verdad?

            Ese “¿Para qué”? es símbolo de que todo lo que vivimos no es fruto del azar. Todo, absolutamente todo lo que vivimos tiene un sentido único para nuestras vidas y nuestro desarrollo íntimo como seres humano, que es extensible a todas las personas que nos rodean y nos acompañan en la apasionante aventura de vivir.

            Perder mi trabajo, perder una casa, perder casi todas mis posesiones materiales… me conduce hacia un reto fascinante: la conquista auténtica de mí misma que, consciente e inconscientemente, vaticinaba desde hacía meses. El frenético ritmo laboral al que me había esclavizado para hacer frente a los pagos apenas me permitía tiempo para abordar las tareas de la Asociación, para disfrutar de mis seres queridos, además de conducirme a un cansancio físico que rozaba la extenuación. Si me detengo a pensar en los últimos meses de mi vida, la petición más reiterada que le formulaba a la Vida consistía en disponer de tiempo, o quejarme por carecer de él. Detenerme a sentir el latido de la Vida, sentir lo que ella me pide que haga en estos momentos, el sentido o el “para qué” de mis circunstancias actuales, me dirige, de manera sencilla y natural, a un propósito más hermoso del que podría haber logrado si me hubiera dejado arrastrar y vencer por mis propias expectativas personales.
- “¿Para qué, Vida…?” – le pregunto, dejando asomar un cierto titubeo.
Pregunta a la que ella me responde con contundencia, con plena confianza, con la sabiduría que solo ella es capaz de portar en sí misma:
- “Para que admires a los que te han brindado su apoyo, en estos momentos. Gracias a ellos, comprendes el valor del amor, de la fraternidad, de la amistad. Para que puedas constituir una organización que pueda arropar también a las tareas de la Asociación y disfrutar atendiendo a personas, compartiendo tareas con tus compañeros, expandiendo la apertura espiritual; para que puedas cobrar un salario y disponer de tiempo libre para disfrutarlo con tus seres queridos y escribir. Para que, pasito a pasito, puedas obtener la formación y los recursos necesarios con los que ayudar a familias con carencias afectivas, educativas y económicas…”.

            Finalmente, he comprendido que no hay puertas que se cierran, solo puentes y pasarelas que se disponen, según necesitemos, de un modo u otro para que hallemos la forma más sana de alcanzar nuestros propósitos. Unos propósitos que aparecen si ponemos todo nuestro empeño en escuchar los latidos de nuestro corazón y seguirlos, aunque ser coherentes con ellos implique, como en mi caso, apostar por lanzarnos a un precipicio donde es imposible visualizar el fondo. Seguramente, en tales circunstancias, la Vida nos pide que confiemos en ella tanto como ella confía en nosotros. Así pues: ¡Confiemos en nosotros mismos! ¡Confiemos en la Vida! ¡La Vida, y nosotros como parte intrínseca de la Vida,  lo merecemos!

“… ¿Y mi valor? Intervino el León en tono ansioso. Estoy seguro de que te sobra valor respondió Oz. Lo único que necesitas es tener confianza en ti mismo. No hay ser viviente que no sienta miedo cuando se enfrenta al peligro. El verdadero valor reside en enfrentarse al peligro aun cuando uno está asustado, y esa clase de valor la tienes de sobra…”
Lyman Frank Baum
“El Mago de Oz”
Un abrazo enorme, enorme…
Con Amor,
Vanessa Aguilar

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