Hace aproximadamente dos semanas, conocí a un ángel: a una niña, a una preciosa princesa que, a la temprana edad de nueve años, ya posee la virtud de percibir una porción del mundo invisible.
Tras nuestro no casual y breve encuentro, comprendí que las pequeñas princesas, como ella, todavía sueñan con hadas, con duendes, con calabazas que se transforman en carrozas y zapatitos de cristal; nada que ver con los seres etéreos que nos visitan, con las experiencias que aprendemos en torno a ellos. Nada que ver con esa constante sucesión de acontecimientos que la princesa es capaz de percibir y recibir de la Vida, para transformarla continuamente en un ser consciente, auténtico, real. Evidentemente -tras decantarme por colocar mis pies en sus frágiles zapatitos de cristal, por pensar y sentirme tal y como lo haría ella-, soy capaz de atisbar el desconcierto que le produce el hecho de poseer esta innata capacidad.
Esta noche, he decidido dedicar este texto a todas las personas que, como la princesa y como yo, también son capaces de percibir la auténtica y real naturaleza de la existencia. Fundamentalmente, para todas aquéllas que –por miedo a ser juzgadas y vetadas por otras (normalmente por individuos que erradican la veracidad de estas experiencias tras emplear términos adheridos a su propia ignorancia)- optan por rechazarse así mismas, por no aceptarse tal y como han sido creadas por Dios (Amor).
Desnuda y expuesta sin tapujos ante cada uno de vosotros, seguidores de este blog, sé que todo aquello que he vivido nunca ha sido fruto del azar. Actualmente, también sé que todas y cada una de mis experiencias han sido trazadas por la Vida, con el único propósito de que yo forjara y purificara mi personalidad. Una personalidad con la cual poder transitar y seguir el camino que Dios (y no yo) ha trazado para mí, y que necesariamente ha de girar la mirada hacia el propio corazón si el propósito es encontrarle a Él.
Inicialmente, cuando comencé a percibir seres etéreos, a avistar la energía que brotaba de cualquier ser animado e inanimado, a escuchar sintonías y voces en mi cabeza -todas ellas pertenecientes a los pensamientos de sufrimiento de otros seres humanos- consideré que la Vida era un juego cruel e injusto y yo una enferma mental.
No obstante, cuando comencé a acompañar a determinados seres humanos a morir. Cuando estas mismas personas y otras que desconocía me visitaban tras su mutación (de cuerpo a alma). Cuando, transformados en seres etéreos y lumínicos, me facilitaban mensajes y atisbaba su amor incondicional hacia mí y/o hacia cualquier persona vinculada a ellos, comprendí lo afortunada que era por haber nacido para desempeñar estas tareas.
Sólo venimos a servirle a Amor. Todos tenemos un propósito y una misión. Las personas como la princesa, que poseemos la virtud de la videncia, hemos sido llamadas -entre otras tareas- para corroborar, para difundir que el formato de la Vida que sensorialmente conocemos y vivimos únicamente es una insignificante y milésima porción de la existencia generadora de Vida.
Pese a mi rechazo inicial, el camino que Dios ha trazado para mí es increíblemente más dichoso que cualquiera de los caminos que he vivenciado por sucumbirme a mi imaginación (inundada de expectativas y deseos).