jueves, 1 de julio de 2010

Confesiones a mi hijo, Noah



 




Querido Noah:


Ayer por la tarde, fui testigo de un nuevo milagro.
-¿Y qué es un milagro? –te pregunto, a la vez que imagino que me miras con tus expresivos ojos almendrados sonsacándome una cariñosa sonrisa.
-Un milagro es un suceso inexplicable, extraordinario y/o maravilloso que se atribuye a la intervención divina. Por consiguiente, los milagros son todos los sucesos de tu vida, ya que en todos ellos interviene Dios directamente.
-¿Y quién es Dios?
-Dios es Amor, Noah. La energía creadora de todo cuanto conoces y, por nuestras todavía limitadas percepciones humanas, de todo cuanto desconoces y existe en éste y en otros Universos. Amor es la fuerza invisible que te une con todos los seres que habitan en el planeta Tierra, sin distinción. Amor es la razón de nuestra existencia, el motor que nos impulsa a vivir y a expresarnos, el único guía capaz de conducir tu vida hacia el propósito por el cual fuiste creado. Sí, Noah. Tú, al igual que el resto de personas, naciste para llevar a cabo un propósito específico en la Tierra, una labor de servicio con la que contribuir a la evolución de la especie humana. Consumar este propósito ha de ser el objetivo de tu vida. Pues, no existe más gozo que experimentar a Dios conscientemente, confiando en los designios que ha trazado para ti. Tú eres una expresión más de Él. Por lo tanto, Dios te conoce y sabe qué cualidades te ha otorgado para que alcances la plenitud en esta vida.
-¿Y cómo se reconocen los milagros?
Cada vez que obras con el corazón. Cada vez que depositas tu confianza en Él. Cada vez que reconoces que todas las situaciones que vives no son fruto de una casualidad, sino la obra del milagro de Dios en tu vida y en la de aquellas personas que te rodean. Tener la convicción de que Dios penetra y vive en ti es apostar por la confianza, descubrir y reconocer que tus experiencias únicamente están ligadas y forman parte del esbozo de ese plan que Él ha diseñado para ti. Confiar es la base de toda vida: es vivir cualquier situación –por preciosa o adversa que sea- a sabiendas de que existen únicamente para pulirte, para forjarte y para dirigirte a ese propósito por el cual elegiste nacer para Él.
            El amor es la herramienta clave para consumar nuestros propósitos divinos. No hay camino sin amor. Gracias a él, somos capaces de conectar con nuestro corazón y distinguir las señales que nos guían hacia nuestro destino humano.
            Tras esta breve introducción, puedo narrarte el milagro que se produjo ayer tarde en el Salón Sorolla del edificio del Ateneo Mercantil de Valencia, donde se impartía una conferencia sobre la etapa de duelo que sobreviene tras la muerte de un ser querido.
            Invitada por A. L. -coordinadora de una asociación constituida para guiar a personas inmersas en esta fase de duelo-, me senté a seguir la charla que impartía M. C.: un ejemplo de superación personal y una valiosa herramienta de ayuda para todos los allí presentes.
            Éramos ochenta y tantos asistentes. 
            Recuerdo la clave que precedió al milagro; cuando M. C. se dirigió a todos nosotros y preguntó cuántos de los presentes habían perdido a alguno de sus hijos. Un noventa por ciento levantó  la mano.
            A partir de ese instante, únicamente deseé centrarme en las palabras de la oradora y en los apenados rostros de las personas que la escuchaban. ¡Cuánto dolor había en sus ojos, en sus corazones! ¡Incluso, qué emotiva resultó la breve rueda de preguntas, que muchos de ellos aprovecharon para narrar su experiencia de pérdida! ¡Necesitaban arrojar tanto dolor!
            Un minuto antes de dar por concluida la conferencia, M. C. nos propuso un ejercicio muy simple: cerrar los ojos y sentir el amor de esos seres queridos que físicamente ya no se encuentran entre nosotros. Todos accedimos encantados.
            Guiada por mi intuición, abrí los ojos unos segundos antes de que M. C. diera por concluido el ejercicio, y el milagro se produjo: el Salón Sorolla estaba repleto de preciosas siluetas energéticas; de unos seres lumínicos dorados que, a través del pensamiento, habían acudido a nuestra llamada. ¡Nuestros seres queridos estaban allí!
            Durante un instante, me pareció injusto contemplar cómo en un mismo lugar se podían reunir dos maravillosos mundos –el físico y el etéreo- y manifestarse sentimientos tan dispares: los seres etéreos irradiaban un amor incondicional, los humanos un amor desconsolador.  
            Me bastó aquel escenario para comprender por qué Dios me había llevado a aquel lugar. Advertí su llamada, su señal. Mi presencia en esa charla no era casual. Por primera vez en años, sentí que mi capacidad para ver el mundo invisible tenía un sentido,  más hermoso que el que yo le había asignado  creyéndome un bicho, una loca.
            De regreso a casa, lloré. Y no lloré por los seres etéreos, tan vivos y alegres, sino por los físicamente vivos, tan tristes y muertos.  ¡Podía aportarles una visión diferente! ¡Podía ayudarles a apaciguar su pena! ¿Sería ese mi propósito? ¡Claro que sí! Desde hace años, Dios me mostró la percepción de ver la Vida tal como es, incluyendo en ella la capacidad natural de ver a los seres  etéreos. 
            La fuerza del amor es inquebrantable. Por lo tanto, jamás debe ofenderse ante la ignorancia.  Por primera vez, me siento digna, aunque cien mil personas consideraran que mis experiencias con la vida etérea son producto de una locura. ¡Qué locura tan maravillosa, Noah! Pues, ¿por qué sufrir por aquéllos que continúan vivos en otro plano de la Vida? ¿Por qué limitarse a creer que únicamente existe la forma de vida que conocemos? ¡Somos seres multidimensionales!
            No me gusta el término “muerte” y menos su significado: “Extinción de la Vida;  destrucción, fin”.  No es real.
            El milagro de la Vida no concibe la muerte como una extinción de sí misma. Muy contrariamente, es el paso de una forma de vida hacia otra; el despojo de nuestro cuerpo físico para dar la bienvenida a nuestro cuerpo etéreo. Siempre que se cierra el ciclo de una forma de existencia, se inicia otro. Por consiguiente: siempre que concluimos nuestra misión en un tramo de la Vida, partimos hacia otro. 
            El milagro de la Vida reside en experimentar a Dios, en sus múltiples expresiones y dimensiones.
            El milagro de la Vida no radica en un castigo. Dios no conoce la moral. Él únicamente reconoce las experiencias como una oportunidad de evolución, de perfeccionamiento espiritual.
            Noah, nunca morimos.
            Entonces, ¿por qué llorar?...


Texto escogido del libro El Abrazo del Oso.
Vanessa Aguilar 

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