Todos tenemos la capacidad de percibir el mundo invisible, pero sólo un número limitado de personas desarrolla esta sensibilidad a lo largo de su vida.
Paséate. Paseate por la calle de la respuesta y, allá donde se cobija el preciado bienestar, siéntate a meditar sobre las obras que has realizado a lo largo del día. Desmenuza a la hipocresía que procura atropellarte y al claxon de la vanidad, remete bufidos contra la desazón o déjate llevar por el vals del saludo. No importa.
Paséate. Paséate por la calle de la respuesta y encuentra infinidad de deficiniciones afines y no afines a ti. Déjate embaucar por el encanto de otras opiniones y muestra tu ingenio. Incluso no temas si se deposita en las débiles ramas tu firme entereza. Permítete caer: resurgirás, crecerás.
Posiblemente, paseen junto a ti presuntuosos, transeúntes libres de todo ayer, guerreros embaucados en la búsqueda de sí mismos y peonzas mareadas por el simple hecho de imitar otras danzas.
Aún así, paséate. Paséate por la calle de la respuesta y escucha el trote del poderoso que todo pisa y que no te deshace. Sujétate de aquél que siendo pequeño quiso hacer grandes cosas y que, aún siendo interiormente grande, no ha compartido mesa junto a la pedantería.
Paséate. Paséate por esta calle y siente cómo la Vida ha trazado tu camino: sin límites, sin fronteras que te impiden cruzar a otras calles, a otros pueblos.
Posiblemente, paseen observándote remeros con el lomo deshecho en embargos, celosos cautivos en su propio ombligo, obras maestras limpiando cristales y ancianos repletos de dicha. Dísfruta de su compañía. Aprende de todos ellos.
Paséate. Paséate por la calle de la respuesta y viaja a tu interior. No temas perder todo aquello que efímeramente posees, todo aquello que te aburre, que no te beneficia. Transmútate en un ser que nada retiene pero que todo valora. Ríndete cuentas únicamente a tí mismo y acepta toda la ira que, en ocasiones,sientas: en la calle de tu interior, el amor siempre te proporcionará la respuesta.
Érase una vez un jilguero, que vivía en una montaña.
Todas las mañanas el pequeño animal apoyaba sus delicadas patas en uno de los extremos del nido y contemplaba el vasto horizonte. Tal era su felicidad, en aquella cima, que nunca había sentido la necesidad de abandonar su nido.
Un día, quiso el destino que se escuchara, montaña a través, el bello canto de un ruiseñor. Cuando tan bellas melodías llegaron hasta los oídos del jilguero, una extraña sensación de curiosidad se apoderó de él. Asombrado, se dijo a sí mismo:
-¡Solamente un pajarillo libre es capaz de cantar de esta forma! ¡Si el ruiseñor pudiera cantar junto a mí, mi felicidad, en esta cima, sería plena!
Así es como lleno de ilusiones, sueños y esperanzas el jilguero decidió abandonar su hogar. Primero, el ansia de encontrar al ruiseñor, suscitó que extendiera sus alas. Después, su curiosidad, le depositó de cara al primer tramo del bosque.
Durante las primeras horas fuera del nido, el jilguero descubrió cuán diferente era la vida fuera de su nido. Ahora, ya no podía contemplar la vida desde lo alto de una cima. Por lo tanto, mientras sobrevolaba a ras de matojos y al esquivo de árboles, apenas podía percibir los tramos del camino que recorría.
Su deseo, basado en hallar inmediatamente al ruiseñor, le llevó a experimentar el desánimo y la apatía. Entonces, por momentos, anhelaba su colina y anhelaba su nido. ¡Cuánto culpaba el jilguero al ruiseñor, por
la decisión que él mismo había tomado! No obstante, tan pronto como olvidaba el motivo que había suscitado el origen de su viaje, cesaban aquellos sentimientos de desasosiego y el jilguero volvía a responsabilizarse de su verdadero camino: su propia vida.
Dos meses después, por sí mismo, el jilguero había aprendido a establecer diferentes turnos de descanso y diferentes formas de vuelo. Ahora, prefería sobrevolar despacio y contemplar el camino. Incluso se detenía a meditar el tramo de viaje a seguir. Sin apenas darse cuenta, el jilguero se había convertido en un buscador de sí mismo.
Una mañana, cuando ya apenas recordaba cuál había sido el motivo de su viaje, el jilguero volvió a escuchar la bella melodía del ruiseñor. Atónito, divisó una pequeña cabaña.
Al llegar hasta ella, el jilguero sobrevoló el tejado, bordeó sus viejos muros de madera, buscó entre los árboles más próximos, pero no le encontró. Finalmente, abatido por el cansancio, depositó sus patitas en el marco de una de las ventanas de la cabaña y qué sorpresa la suya cuando encontró al ruiseñor en su interior, tras los dorados barrotes de una jaula.
-Buenos días, amigo. Pase, pase... -insistió el ruiseñor, saludándole amablemente.
-Buenos días, amigo ruiseñor -respondió el jilguero, contemplando con horror la enorme jaula. Así fue como ambos pasaron una animada velada juntos. Mientras el jilguero optó por hacer partícipe al ruiseñor de sus múltiples peripecias por el bosque, el jilguero decidió dar rienda suelta a sus emociones y entonar bellas melodías. Sin embargo, entre una melodía y otra, el jilguero se preguntaba cómo podía ser feliz el ruiseñor dentro de una jaula. Desconcertado, decidió interrogarle. -Amigo ruiseñor, ¿cómo puede usted ser feliz dentro de esta jaula? ¿Acaso no añora sentir con su pico el suave vaivén del viento? ¿No echa de menos contemplar los campos, la frescura del agua de un río...? El ruiseñor le miró perplejo. Después, dijo: -¿Qué es un río? ¿Qué es el viento? ¿Qué son los campos...? Si tiene la amabilidad de proporcionarme una explicación, comprondré para usted algunas melodías -sugirió el ruiseñor, a la vez que rascaba su ala derecha con uno de los barrotes de la jaula. Estupefacto, por las declaraciones de su nuevo amigo, el jilguero rompió a llorar. A través de todas aquellas lágrimas, recordó cada una de las vicisitudes vividas en el bosque, los vanos esfuerzos de su viaje, su preciada colina. No obstante, y de nuevo depositando su felicidad en aquel ruiseñor, el jilguero se dirigió a él y le preguntó: - Señor ruiseñor, ¿querría usted abandonar su jaula para vivir conmigo, en la preciosa cima de una colina? Mas su sonriente semblante desapareció cuando el ruiseñor le respondió: -¿Qué es una colina? ¿Acaso es una hermosa hembra? Y dígame, amigo jilguero, ¿cómo la conoció? Si quiere, puedo componer para usted una bella melodía. Tan pronto como recuperó el aliento, el jilguero abandonó la cabaña y se adentró en el bosque. Esta vez un cegado rencor se había apoderado de él. Para el jilguero, el ruiseñor no era el pajarillo que había idealizado. ¡Había depositado en él tantas esperanzas! Tres semanas tardó el jilguero en encontrar su preciada colina. Y qué sorpresa para él cuando, al depositar su fatigado cuerpecillo en el nido, aquel vasto horizonte no le pareció el mismo. Sí. Sus ojos contemplaban los mismos arroyos, los mismos campos, el mismo cielo. No obstante, su travesía por el bosque no había sido en vano. ¡Prefería vivir experiencias a verlas! ¡Su nido se le había quedado pequeño, muy pequeño! ¡Echaba tanto de menos caerse y levantarse, reír y llorar! Finalmente, siendo consciente de su cambio, el jilguero abandonó su acomodado nido y se adentró de nuevo en el bosque. Mientras el ruiseñor continuó feliz, en la ignorancia, el jilguero, por el contrario, se convirtió en un libre buscador de sí mismo. Con el paso de los meses, el jilguero descubrió que aquel cantarín pajarillo había sido un gran maestro para él. Comprendió que su decisión de abandonar la colina había sido expresamente suya. De haber sido feliz -pensaba- jamás habría sentido la necesidad de adentrarse en el bosque, de buscar la propia felicidad en un ruiseñor. Con estas mismas ideas pululando en su mente, el jilguero decidió extender sus alas de nuevo y regresar a la cabaña donde vivía el ruiseñor. Nada más se hubo adentrado en ella, una mueca de felicidad se asomó en el rostro de su amigo. -Amigo jilguero, ¿ha regresado usted para escuchar mi nuevo repertorio de canciones? ¿Alguna petición? -inquirió el ruiseñor lleno de entusiasmo. -No, claro que no. Sólo deseo pasar una velada a tu lado. Por favor, canta. Será un placer escucharte de nuevo, amigo mío -le respondió el jilguero lleno de amor. A partir de aquel día, los dos animales compartieron muchas veladas maravillosas. Mientras el jilguero le contaba las últimas peripecias acontecidas en el bosque, el ruiseñor se deleitaba componiendo bellas melodías. Dedicado a todos los buscadores. A los valientes de espíritu que, a sabiendas de que crecer implica caer una y mil veces, siguen apostando por levantarse una y mil veces.
Imagina que estas frente a una gran escalera. Junto a ti está esa persona que es tan importante para ti y estáis fuertemente cogidos de las manos.
Mientras estáis en el mismo nivel todo es maravilloso. Pero de repente, tú subes un escalón, pero esa persona no. Esa persona prefiere mantenerse en el nivel inicial. Perfecto, no hay problema, aun así es fácil seguir cogidos de las manos.
Pero tu subes un escalón mas, y esa persona se niega a hacerlo, ya las manos han empezado a estirarse y ya no es tan cómodo como al principio.
Subes otro escalón mas, y ya el tirón es fuerte. Es incomodo y empiezas a sentir que te frena en tu avance. Pero tú quieres que esa persona suba contigo para no perderla.
Desafortunadamente para esa persona no ha llegado el momento de subir de nivel, así que se mantiene en su posición inicial.
Subes un escalón mas, y ahí si que es muy difícil mantenerte unido. Te duele y mucho. Luchas para que esa persona suba, para no perderla, pero ya no puedes ni quieres bajar de nivel.
En un nuevo movimiento hacia arriba viene lo inevitable, y te sueltas de las manos.
Puedes quedarte ahí y llorar tratando de convencerle de que te siga, que te acompañe. Puedes incluso ir contra todo tu ser y bajar de nivel con tal de no perderla. Pero después de la ruptura en el lazo, ya nada es igual, así que por mas doloroso y difícil que sea, entiendes que no puedes hacer mas que seguir avanzando y esperar que algún día vuelva a estar al mismo nivel.
Esto pasa cuando inicias tu camino de crecimiento interior. En este proceso, en este avance, pierdes muchas cosas: pareja, amigos, trabajos, pertenencias. Todo lo que ya no coincide con quien te estas convirtiendo ni puede estar en el nivel al que estas accediendo.
Puedes pelearte con la vida entera, pero el proceso es así . El crecimiento personal es eso, personal, individual, no en grupo. Puede ser que después de un tiempo esa persona decida emprender su propio camino y te alcance o suba incluso mucho mas que tu, pero es importante que seas consciente de que no se puede forzar nada en esta vida.
Llega un momento, en tu escalera de la vida, que te conviertes en una mejor persona. Te quedarás solo un tiempo y duele, claro que duele, y mucho, pero luego, conforme vas avanzando te vas encontrando en esos niveles con personas mucho mas afines a ti, personas que gracias a su propio proceso de crecimiento interior están en el mismo nivel que tu y que si sigues avanzando, ellas también.
En esos niveles de avance ya no hay dolor, ni apego, ni sufrimiento. Hay amor, comprensión y respeto absoluto.
Así es nuestra vida, una infinita escalera donde estarás con las personas que estén en el mismo nivel que tu, y si alguien cambia, la estructura se acomoda.
Me costó mucho soltarme. Después de una fuerte ruptura seguía mirando hacia atrás, esperando un milagro, y el milagro apareció. Pero no de la manera en que yo hubiera imaginado. Apareció bajo otros nombres, otros cuerpos, otras actividades.
Perdí a una amiga y gané a veinte más.
Perdí un mal trabajo y ahora tengo un excelente trabajo y con oportunidades de tener más de lo que soñé alguna vez.
Perdí un coche que no me gustaba y ahora conduzco el coche de mis sueños.
Perdí a un hombre al que creí amar para darme cuenta que ahora lo que tengo en este momento de mi vida ni siquiera podía soñarlo hace unos cuantos meses.
Cada perdida, cada acontecimiento de la vida, es porque tiene que ser así.
Déjales ir y prepárate para todo lo bueno que viene a tu vida. Sigue avanzando y confía porque esta escalera es mágica y si no me crees ¿Por qué no lo compruebas por ti mismo?
Nadie puede aprender por ti.
Nadie puede crecer por ti.
Nadie puede buscar por ti.
Nadie puede hacer por ti lo que tú mismo debes hacer.
La madre Tierra ha repartido las tierras del planeta. Sus hijos, los hombres y mujeres que la habitan, recogen la herencia y se instauran en ellas.
Tras un corto período de tiempo, cada tierra fructifica de forma distinta. Así es como algunos seres obtienen petróleo mientras sus hermanos vecinos encuentran especias, trabajan el bronce o sustraen hortalizas.
Para esas manos, la Tierra es la ofrenda de toda materia.
Pasan los años y la visión del mundo se distorsiona. Ahora, para algunos hombres y mujeres, el petróleo supera al algodón y la especia al hallazgo de cítricos. Para otros, la tierra heredada se queda pequeña. De esta inequidad material surgen envidia y puñal. Como consecuencia, las tierras vecinas prometen más metros y el hermano mata al hermano.
Para esas manos, la Tierra es la morada del miedo.
Un día cualquiera, nuestras manos se encogen y la infancia retorna. Justo delante de ellas, un enorme globo terráqueo decora un pupitre. Como niños, nos sentamos a estudiarlo. Asombrados, contemplamos, por primera vez, relieves y mares, países y ríos. El mundo le pertenece ahora a nuestra imaginación, a nuestra creatividad, a nuestros sueños.
Para esas manos, nuestras manos, nuestra hermosa casa es tan sólo una colorida pelota.
"...Cuando la madre Tierra decidió cobijarnos en su seno,
bien sabía ella que existían los recursos suficientes para cada uno de nosotros...".
De espaldas a un murmullo agotador y azotado por la suave brisa marina, un hombre cualquiera decide construir, a orillas del mar, un enorme castillo de arena.
La fortificación, de base cuadrada, concluye siendo un cerco de murallas, y cuenta, además, con un circular surco exterior como puente de paso entre el mar y un río.
De repente, la cuidada estructura es devastada por una ola.
El hombre, inmerso en la hazaña de mantener intacto lo creado, se resiste a la embestida. Minutos después, ciertamente desolado, decide crear un nuevo castillo. El segundo castillo, réplica exacta del primero, no llegará a conocer el ocaso. Pronto se sucumbirá a los deseos de la misma embestida marina. Sintiéndose derrotado, el hombre deshace las ruinas de ambos castillos. Bien sabe él que jamás llegará a existir una tercera fortificación capacitada para vencer la caducidad del tiempo.
"El mar enseña al hombre a ver más allá de las formas
y le muestra al insatisfecho que detrás de un instante presente
En el mundo al revés, el verdadero ciego desconoce las dioptrías. Ciego es aquella persona que cree haber encontrado en su visión la verdad de todas las cosas.
En el mundo al revés, el miedo tiene tu nombre. Tú eres el miedo que fuiste, que eres y que desees seguir siendo.
En el mundo al revés, el verdadero guerrero carece de armas. Guerrero es aquella persona que, conscientemente, decide lo que hacer con su vida, que se sirve de sus fallos para saber lo que no debe hacer con la tuya.
En el mundo al revés, la verdadera muerte está en la falta de curiosidad: abstenerse de un propósito llamado Vida.
En el mundo al revés, no es perezoso quien más almohadas abraza. Perezoso es aquella persona que, habiendo alcanzado su vida, se va sin haberle sacado provecho.
En el mundo al revés, el verdadero actor no está puesto en escena. Es actor quien, arrastrado por la comparativa ajena, vive preso del veredicto ajeno.
En el mundo al revés, la verdadera contaminación no está en el aire sino en las limitaciones que implantas, que transmites y que, después, contagias.
En el mundo al revés, el verdadero respeto comienza por aceptar un "no" como factible respuesta.
En el mundo al revés, el verdadero consumismo no está en la calle. Más bien, reside en el poco alimento que se le otorga al alma.
En el mundo al revés, la esclavitud se llama dependencia y el carcelero derogar la responsabilidad de tu vida en otras personas.
En el mundo al revés, hay tantas verdades como personas existen. Por lo tanto, es libre quien afirma ser libre y loco quien afirma ser loco.
En el mundo al revés, el verdadero enemigo es, en sí mismo, un gran amigo: que su condición despierte en ti tu incondición.
Todos los días, la Naturaleza nos muestra lo simple que es la belleza. Nos atrae la tierra rojiza, la exótica arena del desierto, los terrenos color chocolate. Son tan bellos los estilizados pinos de hoja perenne como las cepas de vid y los cactus. En la diferencia de cada árbol, planta y flor podemos apreciar la diversidad de parajes bellos que nos ofrece la Tierra.
En la ramita de un árbol lloraba de pena una hormiga. Sollozaba amargamente. No tenía la talla ni la medida ideales para rellenar el vestido que le había regalado su amiga, la Señora Hipopótamo. ¡Se sentía tan diminuta, tan fea! Mientras lloraba, se acercó hasta ella un elefante.
-¿Por qué lloras, amiga hormiga? –inquirió el elefante, al mismo tiempo que apoyaba la boquita de su trompa en la rama.
-¡Lloro porque no soy bella! ¡Me regalaron este vestido, pero es tan grande para mí! –exclamó afligida.
El elefante se detuvo un instante a contemplar la prenda. Era un espectacular vestido de seda natural, con luciérnagas adornando sus alargadas mangas.
Embelesado por la belleza de la prenda, el elefante solicitó probársela.
Minutos más tarde, el elefante comenzó a llorar. Estaba triste. ¡Aquel vestido era tan pequeño para él! ¡Se sentía tan grande, tan gordo, tan feo!
El Rey de la Selva, el león, paseaba aquella mañana junto a su manada cuando escuchó a los dos animales sollozar. Decidido se detuvo ante aquel árbol, ordenando a sus súbditos que le dejaran marchar a solas hacia aquella ramita.
-¿Por qué lloráis, amigos míos? –preguntó el león.
La hormiga, muy angustiada, tan sólo se limito a observarle. No dijo nada. ¡Estaba tan angustiada que apenas tenía aliento para responderle!
Cuando el elefante le hubo contado la historia, el león comprendió y se ofreció a ayudarles. En silencio, el Rey de la Selva contempló el vestido. Acto seguido, solicitó a uno de sus súbditos que se lo devolvieran a la Señora Hipopótamo. Después, dijo.
-Si comparáis vuestro cuerpo al del Universo, el vuestro es infinitamente más pequeño. Pero, ¿qué sucede cuando lo comparáis a un grano de arena? ¡Se convierte en un cuerpo grande! ¿Verdad?
El elefante y la hormiga asintieron.
A continuación, el león dijo:
-Ningún animal, incluyendo a los que pertenecen a una misma especie, es igual a otro. Cada ser es único e irrepetible. Fijaos en los humanos. La tonalidad de su cabello, piel y ojos varía, de unos a otros. Sus ojos, orejas, narices, bocas, manos y pies son proporcionalmente distintos. Poseen cuerpos delgados, gruesos, grandes, pequeños. No obstante, y a diferencia de ellos, nosotros los animales tenemos la gran virtud de no padecer la dolencia de la estética –puntualizó el león, dejando entrever en sus palabras cierta indignación.
-¿Qué insinúa, Su Majestad? –inquirió el elefante, asombrado.
-Los animales, como tú y como yo, debemos reconocernos como bellos y amar lo que somos. ¡Debemos actuar de forma distinta al comportamiento humano!
A continuación, el Rey de la Selva añadió.
-A los animales no nos avergüenza el paso del tiempo. Somos capaces de aceptar todas las fases de la Vida: infancia, reproducción, vejez y muerte. Además, ¿por qué habría de avergonzarnos las tallas, cuando somos criaturas divinas? –insistió el león-. Fijaos, amigos. Los árboles de hoja caduca no se entristecen cuando ven caer sus hojas, en otoño. Algunos seres humanos, sin embargo, se deprimen en la medida que sus cuerpos se transforman. Los demás animales aceptamos nuestra condición animal y no reprimimos ningún sentimiento. Por el contrario, algunos humanos reprimen su llanto y se muestran cordiales cuando desean expresar su odio y su enfado, llegando incluso al punto de enfermar. Para los demás animales, amamos el presente y vivimos exentos de vivencias pasadas y futuras. Simplemente, olvidamos lo que hicimos ayer y aceptamos que cada experiencia tiene su momento. Los humanos, por el contrario, viven condicionados por las horas y exigen tiempo.
-¡Qué comportamiento tan extraño! ¿Acaso los seres humanos no forman parte también de la Naturaleza de Dios? –inquirió la hormiga, llena de asombro.
-Lo han olvidado, querida hormiga. Viven creyendo que han de conquistar un terreno que les pertenece, cuando el terreno forma parte de su espíritu. Han olvidado que ellos son parte de la Naturaleza de Dios –aseveró el león.
-¡Ahora lo entiendo! –exclamó el elefante-. ¡Yo soy un ser único! ¡Soy bello por ser único! ¡El vestido de la Señora Hipopótamo está hecho a su medida! ¡Ella también es única! ¡Sólo debo confeccionar un vestido a mi medida! ¡Gracias, Su Majestad! No obstante, no comprendo por qué empleaste el ejemplo de los seres humanos para apaciguar nuestra pena.
-Amigos míos, los animales que participamos en la evolución divina, nos servimos de aquellos seres que no evolucionan correctamente. Simplemente, aprendemos de sus carencias para evitar experimentarlas. Lamentablemente, los seres humanos no han aprendido a aceptarse tal y como son. Sí, amigos: son criaturas divinas, pero se niegan a reconocerlo. Creen estar más cuerdos que nadie y, sin embargo, son los seres más enfermos del planeta Tierra.
Por la calle vi a una niña hambrienta, sucia y tiritando de frío dentro de sus harapos. Me encolericé y le dije a Dios: "¿Por qué permites estas cosas? ¿Por qué no haces nada para ayudar a esa pobre niña?".
Durante un rato, Dios guardó silencio.
Pero aquella noche, cuando menos lo esperaba, Dios respondió mis preguntas airadas: "Ciertamente que he hecho algo. Te he hecho a ti."
Quien elige el camino del corazón, jamás se equivoca.
Quien cabalga despacio, siembra paciencia.
Quien no siente respeto por la Madre Naturaleza, no tiene identidad.
Quien se proyecta en el futuro es un asesino a sueldo: sin armas, mata el instante presente.
Quien no sigue el poder de las masas no es un revolucionario: es consciente de que su vida se forja en recorrer un camino, el suyo propio.
Quien llora no es débil, tan sólo aprende a limpiarle las impurezas al alma.
Quien sabe ver en la oscuridad, sabe bailar cualquier canción.
Quien se sienta con derecho a..., que se ponga al final de la cola.
Quien carece de diálogo, sabe de guerras.
Quien sabe aceptar las críticas, desconoce la humillación.
Quien critica la vida de los demás, no sólo critica la tuya... desperdicia la suya.
Quien ve la Vida como un transcurso lento de acontecimientos, comprende que las cosas siempre llegan en su justo momento.
Quien crea fronteras, distingue razas.
Quien vive la vida con humor, no se ríe de la tuya... la mima.
Quien goza de espíritu, no entiende de política. Quien pide ayuda, sabe de hermanos.
Quien únicamente atiende a sus palabras, se pierde grandes lecciones.
Quien cree que el amor incondicional existe no es idealista, es persona.
Quien practica el amor no sólo sabe de carne, también de espíritu. Quien comprende que la Vida es lo que se hace de ella, comprende lo que ha de hacer con la suya. Quien intenta convencer, únicamente se convence a sí mismo. Quien sabe apreciar la compañía de la soledad, ya tiene un amigo: a sí mismo. Quien no arriesga, ni pierde ni gana.
-Tendrás que enfrentarte tu sola a cien mil elefantes -le ordenó el Rey Oranguntán a la pequeña hormiga.
-Pero Su Majestad, ¿cómo podría yo, un animal de tan reducida dimensión, ganar a todo un ejército de elefantes?
-¡Empleando el corazón, querida amiga! -le respondió el Rey.
Cuando llegó la noche, la pequeña Ambrú se marchó al campo de batalla. A solas, en medio de un frondoso paraje de árboles y tierra, pensaba de qué manera debía afrontar su destino, para lograr conseguir la victoria.
-¡Cien mil elefantes, son cien mil elefantes! -exclamaba angustiada la hormiga, mientras divisaba cómo se aproximaban las alargadas patas de sus contrincantes.
Cuando el paso firme de los elefantes estuvo próximo a ella, Ambrú recordó las sabias palabras del Rey:
-¡Emplea el corazón, querida amiga!
De repente, Ambrú ideó un plan: salir al campo de batalla escondida debajo de una simple hoja.
-La noche es tan oscura y yo tan pequeña que no podrán verme -pensó.
Escondida debajo de aquella hoja, Ambrú logró pasar por debajo de las zancudas patas de los elefantes y llegar hasta un acantilado. Una vez en él, comenzó a gritar. Cuando los elefantes giraron sus cabezas y comprobaron que nadie más que la noche emitía aquel ensordecedor sonido, creyeron que el campo de batalla estaba repleto de espeluznantes bestias y ,despavoridos ,abandonaron el lugar. A la mañana siguiente, Ambrú regresó al palacio. En el salón real, el Rey Orangután le esperaba impaciente. -¿Lo ves, Ambrú? ¡Siempre que seas fiel a tu propósito, poco importará cuál sea el tamaño de tus adversarios! -afirmó el Monarca, una vez la hormiga se hubo acomodado en la palma de su mano. - En ocasiones, lo que consideramos pequeño no tiene por qué ser insignificante.¡Confía siempre en tu corazón, querida hormiga! ¡Únicamente a través de él lograrás derrocar a cien mil elefantes!
"...Cuando los elefantes del miedo se aproximen hasta ti,
para cuestionar tu camino. Simplemente, mantente inamovible y sigue siéndole fiel al amor...".
Me desvié del camino al comprobar que el atajo era un asfalto llano y sin remiendos.
Tan fácil me resultaba caminar por él que decidí correr.
Agitada por la emoción, abrí mi pecho al ver la meta. No ví el muro. Tropecé y caí.
Una vez en el suelo, alcé la mirada y contemplé el camino del cielo.
-Debo caminar por él -pensé.
De repente, una bandada de aves me arrojó la escalera de subida. Impulsada por su belleza, comencé a escalar por ella.
A punto de llegar al cielo, cerré los ojos para abrazar todo el plano celeste. ¡Era tan inmenso! No ví el muro. Nuevamente, tropecé y caí.
Finalmente, creí descubrir en el océano el camino adecuado. El basto horizonte, la suave brisa y su olor me sedujeron.
-¡He encontrado el camino! -exclamé.
Un instante después, inicié el trayecto subida en una ola. Colmada por los encantos marinos, desée abrazar los corales. No ví la roca. Tropecé y caí.
Resabiada por las caídas, decidí retomar el camino inicial. Por lo pronto, desvié mi mirada al ver el atajo. Sin dejar el sendero, subí las cuestas. A lo lejos divisé un enorme lago. Lo crucé. Ví el muro. Lo escalé. No me caí.
Serena, reposé mi espalda en un tramo de hierba fresca. De repente, mis ojos percibieron la belleza del cielo. Desée llegar a él. Un segundo despues, una bandada de aves me ofreció la escalera de subida más directa. Decidí rechazarla. Por primera vez, contemplé las nubes. Las sentí. No me caí.
Al llegar al destino un océano me aguardaba ante las costas. En la orilla, infinidad de olas jugaban al vaivén.
Embriagada por una sensación de bienestar, me senté a contemplarlas.
Un segundo después, me reía de mí misma. ¡Lo había descubierto! Simplemente, lo sabía: la cima era el camino.
En una remota región india, un turista británico buscaba un techo con el que cobijarse de la fría noche. Dos personas, un matrimonio indio, ambos autóctonos de aquella región, se tropezaron con él y le ofrecieron su casa. Muy agradecido, el hombre aceptó la oferta.
Una vez hubo transcurrido la noche, el turista decidió proseguir su viaje, no sin antes despedirse y agradecerle al matrimonio la hospitalidad que había recibido. Tras aquellas palabras de gratitud, el hombre indio le sonrió y le dijo:
- La gran mayoría de los turistas que viajan a India, lo hacen bajo el dominio que ejerce nuestra espiritualidad en ellos. No obstante, en tus palabras de gratitud compruebo que no comprendes nuestra naturaleza divina.
-No comprendo -afirmó el turista, con cierto asombro.
- Si conocieras nuestras costumbres, sabrías que somos nosotros y no tú quienes debemos profesarte las muestras de gratitud. Gracias al hecho de hospedarte, tanto mi mujer como yo hemos podido servirle a Dios una vez más. Sólo somos sus herramientas. Por lo tanto, comprende que fue Él y no nosotros quien te dispuso en nuestro camino. Así pues, dirígete a Él para darle las gracias. Ayer, a través de nuestras oraciones, así lo hicimos mi mujer y yo.