miércoles, 9 de junio de 2010

Un vestido a medida






Todos los días, la Naturaleza nos muestra lo simple que es la belleza. Nos atrae la tierra rojiza, la exótica arena del desierto, los terrenos color chocolate. Son tan bellos los estilizados pinos de hoja perenne como las cepas de vid y los cactus. En la diferencia de cada árbol, planta y flor podemos apreciar la diversidad de parajes bellos que nos ofrece la Tierra.

        En la ramita de un árbol lloraba de pena una hormiga. Sollozaba amargamente. No tenía la talla ni la medida ideales para rellenar el vestido que le había regalado su amiga, la Señora Hipopótamo. ¡Se sentía tan diminuta, tan fea! Mientras lloraba, se acercó hasta ella un elefante.
        -¿Por qué lloras, amiga hormiga? –inquirió el elefante, al mismo tiempo que apoyaba la boquita de su trompa en la rama.
        -¡Lloro porque no soy  bella! ¡Me regalaron este vestido, pero es tan grande para mí! –exclamó afligida.
        El elefante se detuvo un instante a contemplar la prenda. Era un espectacular vestido de seda natural, con luciérnagas adornando sus alargadas mangas.
        Embelesado por la belleza de la prenda, el elefante solicitó probársela.
        Minutos más tarde, el elefante comenzó a llorar. Estaba triste. ¡Aquel vestido era tan pequeño para él! ¡Se sentía tan grande, tan gordo, tan feo!
        El Rey de la Selva, el león, paseaba aquella mañana junto a su manada cuando escuchó a los dos animales sollozar. Decidido se detuvo ante aquel árbol, ordenando a sus súbditos que le dejaran marchar a solas hacia aquella ramita.
        -¿Por qué lloráis, amigos míos? –preguntó el león.
        La hormiga, muy angustiada, tan sólo se limito a observarle. No dijo nada. ¡Estaba tan angustiada que apenas tenía aliento para responderle!
        Cuando el elefante le hubo contado la historia, el león  comprendió y se ofreció a ayudarles. En silencio, el Rey de la Selva contempló el vestido. Acto seguido, solicitó a uno de sus súbditos que se lo devolvieran a la Señora Hipopótamo. Después, dijo.
        -Si comparáis vuestro cuerpo al del Universo, el vuestro es infinitamente más pequeño. Pero, ¿qué sucede cuando lo comparáis a un grano de arena? ¡Se convierte en un cuerpo grande! ¿Verdad?
        El elefante y la hormiga asintieron.
        A continuación, el león dijo:
        -Ningún animal, incluyendo a los que pertenecen a una misma especie, es igual a otro. Cada ser es único e irrepetible. Fijaos en los humanos. La tonalidad de su cabello, piel y ojos varía, de unos a otros. Sus ojos, orejas, narices, bocas, manos y pies son proporcionalmente distintos. Poseen cuerpos delgados, gruesos, grandes, pequeños. No obstante, y a diferencia de ellos, nosotros los animales tenemos la gran virtud de no padecer la dolencia de la estética –puntualizó el león, dejando entrever en sus palabras cierta indignación.
        -¿Qué insinúa, Su Majestad? –inquirió el elefante, asombrado.
        -Los animales, como tú y como yo, debemos reconocernos como bellos y amar lo que somos. ¡Debemos actuar de forma distinta al comportamiento humano!
        A continuación, el Rey de la Selva añadió.
        -A los animales no nos avergüenza el paso del tiempo. Somos capaces de aceptar todas las fases de la Vida: infancia, reproducción, vejez y muerte. Además, ¿por qué habría de avergonzarnos las tallas, cuando somos criaturas divinas? –insistió el león-. Fijaos, amigos.  Los árboles de hoja caduca no se entristecen cuando ven caer sus hojas, en otoño. Algunos seres humanos, sin embargo, se deprimen en la medida que sus cuerpos se transforman. Los demás animales aceptamos nuestra condición animal y no reprimimos ningún sentimiento. Por el contrario, algunos humanos reprimen su llanto y se muestran cordiales cuando desean expresar su odio y su enfado, llegando incluso al punto de enfermar. Para los demás animales, amamos el presente y vivimos exentos de vivencias pasadas y futuras. Simplemente, olvidamos lo que hicimos ayer y aceptamos que cada experiencia tiene su momento. Los humanos, por el contrario, viven condicionados por las horas y exigen tiempo.
        -¡Qué comportamiento tan extraño! ¿Acaso los seres humanos no forman parte también de la Naturaleza de Dios? –inquirió la hormiga, llena de asombro.
        -Lo han olvidado, querida hormiga. Viven creyendo que han de conquistar un terreno que les pertenece, cuando el terreno forma parte de su espíritu. Han olvidado que ellos son parte de la Naturaleza de Dios –aseveró el león.
        -¡Ahora lo entiendo! –exclamó el elefante-. ¡Yo soy un ser único! ¡Soy bello por ser único! ¡El vestido de la Señora Hipopótamo está hecho a su medida! ¡Ella también es única! ¡Sólo debo confeccionar un vestido a mi medida! ¡Gracias, Su Majestad! No obstante, no comprendo por qué empleaste el ejemplo de los seres humanos para apaciguar nuestra pena.
        -Amigos míos, los animales que participamos en la evolución divina, nos servimos de aquellos seres que no evolucionan correctamente. Simplemente, aprendemos de sus carencias para evitar experimentarlas. Lamentablemente, los seres humanos no han aprendido a aceptarse tal y como son. Sí, amigos: son criaturas divinas, pero se niegan a reconocerlo. Creen estar más cuerdos que nadie y, sin embargo, son los seres más enfermos del planeta Tierra.

Vanessa Aguilar



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