Me desvié del camino al comprobar que el atajo era un asfalto llano y sin remiendos.
Tan fácil me resultaba caminar por él que decidí correr.
Agitada por la emoción, abrí mi pecho al ver la meta. No ví el muro. Tropecé y caí.
Una vez en el suelo, alcé la mirada y contemplé el camino del cielo.
-Debo caminar por él -pensé.
De repente, una bandada de aves me arrojó la escalera de subida. Impulsada por su belleza, comencé a escalar por ella.
A punto de llegar al cielo, cerré los ojos para abrazar todo el plano celeste. ¡Era tan inmenso! No ví el muro. Nuevamente, tropecé y caí.
Finalmente, creí descubrir en el océano el camino adecuado. El basto horizonte, la suave brisa y su olor me sedujeron.
-¡He encontrado el camino! -exclamé.
Un instante después, inicié el trayecto subida en una ola. Colmada por los encantos marinos, desée abrazar los corales. No ví la roca. Tropecé y caí.
Resabiada por las caídas, decidí retomar el camino inicial. Por lo pronto, desvié mi mirada al ver el atajo. Sin dejar el sendero, subí las cuestas. A lo lejos divisé un enorme lago. Lo crucé. Ví el muro. Lo escalé. No me caí.
Serena, reposé mi espalda en un tramo de hierba fresca. De repente, mis ojos percibieron la belleza del cielo. Desée llegar a él. Un segundo despues, una bandada de aves me ofreció la escalera de subida más directa. Decidí rechazarla. Por primera vez, contemplé las nubes. Las sentí. No me caí.
Al llegar al destino un océano me aguardaba ante las costas. En la orilla, infinidad de olas jugaban al vaivén.
Embriagada por una sensación de bienestar, me senté a contemplarlas.
Un segundo después, me reía de mí misma. ¡Lo había descubierto! Simplemente, lo sabía: la cima era el camino.
Vanessa Aguilar
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